Por Juan Urbano Romero.
Hoy, nuestro ya pertinaz viajero, llega a Madrid. Ronda enero de 1933. Encuentra un tiempo de lluvia y nieves, así que la sombrilla servirá para protegerse de esa agua blanca y escurridiza que siempre hace tiritar a cualquier recio y forjado caminante. El autobús ha llegado a su destino.
A continuación de un enorme descampado se encuentra la imponente mole. A la vista del Guadarrama se encuentra la Facultad de Filosofía y Letras, que fue inaugurada ayer y resulta ser la primera construcción de lo que será la Ciudad Universitaria. La entrada a la facultad resultaba amplia, abierta; dejaba entrar sin trabas una luz fuerte y sabia, llena de matices, olímpica.
-Por favor, ¿la clase de Ortega?
-Sí claro. Metafísica. Primer piso, puerta 3. Descuide, la distinguirá porque siempre se tiene que quedar gente fuera.
Cierto que el caminante tuvo que emplear los codos para abrirse paso, pero la ocasión lo merecía.
-Queridos amigos, de nada sirve que emprendamos hoy esta navegación metafísica, es decir, hacia todo aquello que está más allá de lo físico, si no se despierta en nosotros algo de eso que llamamos “vita philosophica”. Me gustaría que estas lecciones de filosofía que hoy comienzan, acaben de una vez con la “beatería de la cultura”; con el mal hábito de llenar nuestra cabeza de algunas ideas dichas por unos y por otros. Deseo que seamos cada uno, cada cual, capaz de ponernos cara a cara ante las cosas para tratar de comprenderlas y navegar entre ellas.
“Se perdió –como amenzaza perderse en Europa, si no se pone remedio- la capacidad de ensimismarse, de recogernos con serenidad en nuestro fondo insobornable. Se habla solo de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres para que no puedan reconstruir su persona donde únicamente se reconstruye que es en la soledad”. Y añadió: Amigos “¡Calma! ¿Qué sentido tiene este imperativo? Sencillamente el de invitarnos a suspender un momento la acción que amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza; suspender un momento la acción, para recogernos dentro de nosotros mismos, pasar revista a nuestras ideas sobre la circunstancia y forjar un plan estratégico.”
-Por eso –continuó diciendo- reivindico aquí y ahora el ejercicio de la vida filosófica como un necesario y urgente bien social. Ya que a “esa retirada en que a las meras verosimilitudes, cuando no simples embelesos e ilusiones en que vivimos, les exigimos que nos presenten sus credenciales de auténtica realidad, es a lo que se llama con un nombre amanerado, ridículo y confusionario, filosofía. […] Es pues la filosofía la crítica de la vida convencional y de todas las cosas que se suelen llamar sociales a fin de ver qué es lo que son en su verdad.”
Quién sabe si en este momento en el que inauguramos un monumento para dedicarlo a esta tarea, no resultará incómodo, incluso insoportable, más adelante. Quién sabe si el ejercicio de la vida filosófica no genera en sí mismo la barbarie que lo destruye. Quién sabe si en un futuro no arrinconaremos como inútil semejante saber: el saber de los matices.
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